7 de agosto de 2011

Si es tan sencillo ser feliz, ¿por qué nos resulta tan difícil?



¡Qué transitorias son nuestras vidas, qué rápido pasan, qué pronto habremos de llegar a nuestro último día! En menos de cincuenta años, yo mismo, Tenzin Gyatso, el monje budista, no seré más que un mero recuerdo. Es dudoso, desde luego, que una sola de las personas que hoy lean estas páginas esté viva dentro de un siglo. Pasa el tiempo sin que nada lo impida. Cuando cometemos errores, no podemos dar marcha atrás al reloj y probar a hacer aquello de otro modo. Tan sólo podemos emplear bien el presente. Por lo tanto, si cuando llegue nuestro último día somos capaces de volver la vista atrás y comprender que hemos llevado una vida plena, productiva, llena de sentido, al menos tendremos algún consuelo. Si tal cosa no fuera posible, seguramente nos sentiremos muy tristes. Y de nosotros depende que nos encontremos al final con una cosa o con la otra.
  • Necesidad de Compasión
La mejor manera de asegurarnos de que al llegar a la muerte lo hagamos sin remordimiento alguno consiste en preocuparnos de que en el presente nos comportemos de forma responsable y compasiva con los demás. A decir verdad, ese comportamiento obedece a nuestros intereses, y no sólo porque haya de beneficiarnos en el futuro. Tal como hemos visto, la compasión es uno de los principales factores que darán sentido a nuestra vida. Es la fuente de toda felicidad y alegría duraderas, y es el fundamento necesario para tener buen corazón, el corazón de las personas que actúan movidas por el deseo de ayudar a los demás. Por medio de la amabilidad, del afecto, de la honestidad, de la verdad y de la justicia hacia todos los demás aseguramos nuestro propio beneficio. No es éste un asunto para elaborar complicadas teorías: es un tema de elemental sentido común. Es innegable que la consideración de los demás realmente vale la pena. Es innegable que nuestra felicidad está indisolublemente unida a la felicidad de los demás. Es asimismo innegable que si la sociedad sufre, nosotros hemos de sufrir. Y también es de todo punto innegable que cuanto más afligidos se hallen nuestro corazón y nuestro espíritu por la mala voluntad, más desdichados hemos de ser. Por eso, podemos rechazar todo lo demás: la religión, la ideología y la sabiduría recibidas de nuestros antecesores, pero no podemos rehuir la necesidad de amor y de compasión.
Esta es, así las cosas, mi religión verdadera, mi sencilla fe. En este sentido, no es necesario un templo o una iglesia, una mezquita o una sinagoga; no hay necesidad ninguna de una filosofía complicada, de una doctrina o de un dogma. El templo ha de ser nuestro propio corazón, nuestro espíritu y nuestra inteligencia. El amor por los demás y el respeto por sus derechos y su dignidad, al margen de quiénes sean y de qué puedan ser es, en definitiva, lo que todos necesitamos. En la medida en que practiquemos estas verdades en nuestra vida cotidiana, poco importa que seamos cultos o incultos, que creamos en Dios o en el Buda, que seamos fieles de una religión u otra, o de ninguna en absoluto. En la medida en que tengamos compasión por los demás y nos conduzcamos con la debida contención, a partir de nuestro sentido de la responsabilidad, no cabe ninguna duda de que seremos felices.
  • Así pues, si es tan sencillo ser feliz, ¿por qué nos resulta tan difícil? 
Por desgracia, aunque la mayoría nos consideramos personas compasivas, tendemos a ignorar estas verdades que son de sentido común, o bien a olvidarlas. Nos descuidamos a la hora de hacer frente a nuestros pensamientos y emociones negativas. Al contrario del agricultor, que se pliega al paso de las estaciones y no duda en cultivar la tierra cuando llega el momento propicio, nosotros perdemos mucho tiempo en actividades que no tienen el menor sentido. Sentimos un hondo pesar por asuntos tan triviales como es perder dinero, al tiempo que nos abstenemos de hacer lo que realmente tiene importancia sin la más mínima sensación de remordimiento. En lugar de regocijarnos frente a la oportunidad que se nos puede presentar para contribuir al bienestar de los demás, nos limitamos a aprovecharnos de los placeres cada vez que nos resulta posible. Evitamos preocuparnos de los demás sobre la base de que estamos demasiado ajetreados. Corremos de un lado a otro, hacemos cálculos y llamadas telefónicas, pensamos que tal cosa sería mejor que tal otra. Hacemos una cosa, pero nos preocupa que, si se presenta otra, sería mejor hacer esa otra y no la primera. Y en todo esto, nos comprometemos solamente con los niveles más ásperos y elementales de que es capaz el espíritu de hombres y mujeres. Por si fuera poco, al no prestar atención a las necesidades de los demás, es inevitable que terminemos por perjudicarlos. Nos consideramos muy inteligentes, pero ¿de qué manera utilizamos nuestra capacidad? Con excesiva frecuencia, la empleamos para engañar a nuestros vecinos, aprovecharnos de ellos, mejorar nuestra situación a sus expensas. Y cuando las cosas no funcionan como estaba previsto, ensoberbecidos y llenos de pretensiones morales, les echamos la culpa de las dificultades que podamos tener.
Y lo cierto es que la satisfacción duradera no se puede extraer de la adquisición de ningún objeto. Poco importa cuántos amigos podamos tener, que no serán ellos quienes nos hagan felices. Y la complacencia en los placeres de la carne no es otra cosa que una puerta abierta al sufrimiento. Es como miel embadurnada en el filo de una espada bien afilada. Por supuesto, con esto no pretendo decir que debamos despreciar nuestros cuerpos. AI contrario, no podemos ser de ninguna ayuda a los demás si no tenemos cuerpo, pero debemos evitar los extremos que pueden desembocar en el perjuicio ajeno.
Al concentrarnos en lo mundano, lo que es de veras esencial se nos oculta. Por supuesto que si así pudiéramos ser felices de veras, sería absolutamente razonable vivir de ese modo, pero no es posible. En el mejor de los supuestos, podríamos pasar por la vida sin demasiados contratiempos, pero cuando nos asaltan los problemas, tal como sin duda ha de suceder tarde o temprano, estamos desprevenidos. Es, entonces, cuando descubrimos que no podemos seguir como antes. Nos sentimos desesperados e infelices.
Por lo tanto, con las manos entrelazadas, apelo a ti, lector, para que te asegures de que el resto de tu vida esté tan cargado de sentido como sea posible. Tal como espero haber dejado suficientemente claro que en este empeño no hay nada misterioso. Consiste, nada más y nada menos, que en poner en práctica la preocupación por los demás. Y si llevas a cabo esta práctica con sinceridad y perseverancia, poco a poco, paso a paso, serás capaz de reordenar tus hábitos y actitudes de modo que pienses menos en tus mezquinas preocupaciones, y más en las ajenas. Al hacerlo así, descubrirás que disfrutas de la paz y la felicidad.
Renuncia a tus envidias, olvida el deseo de triunfar por encima de los demás. Con amabilidad, con valentía, con la confianza de que al hacerlo te aseguras el éxito, acoge a los demás con una sonrisa. Sé claro y directo. Y procura ser imparcial. Trata a todo el mundo como si fuesen tus amigos íntimos. Todo esto no te lo digo en calidad de Dalai Lama, ni por ser una persona dotada de poderes especiales. No los tengo. Te hablo solamente como un ser humano; como alguien que, al igual que tú, desea ser feliz y no sufrir.
  • Inofensividad
Si por la razón que sea no logras ser de ayuda a los demás, al menos no los perjudiques. Piensa en el mundo tal como se ve desde el espacio, tan pequeño e insignificante y, sin embargo, tan bello. ¿De verdad se puede obtener algo al causar daño a los demás durante nuestra breve estancia en este mundo? ¿No es preferible, y más razonable a la vez, relajarnos y disfrutar en calma, igual que cuando visitamos un lugar distinto del lugar en que vivimos? Por lo tanto, si en pleno disfrute del mundo dispones de un momento, trata de ayudar -aunque sólo sea un poco- a los más desfavorecidos y a los que, por la razón que sea, no se bastan por sí mismos. Procura no dar la espalda a los que tienen una apariencia exterior perturbadora, a los mendigos y a los que no están bien. Trata de no considerarlos nunca inferiores a ti mismo. Si puedes, trata de no tenerte por mejor que el mendigo más humilde. Cuando estés en la tumba, serás como él.
Para terminar, quisiera compartir una breve plegaria que me sirve de gran inspiración en mi esfuerzo por beneficiar a los demás:
Ojalá sea en todo momento,
ahora y para siempre,
un protector para todos los que no tienen cobijo,
un guía para los que se han extraviado,
un barco para los que han de atravesar océanos,
un puente para los que han de cruzar los ríos,
un refugio para los que corren peligro,
una lámpara para los que no tienen luz,
una salvaguardia para los que sufren acoso
y un servidor para todos los que pasan necesidades.
  • Tomado de El Arte de Vivir en el Nuevo Milenio, Dalai Lama, Editorial Grigalbo.

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