9 de octubre de 2015

“Las hojas al caer hacen música, yo la oigo y la canto” Akarpa Lobsang Rinpoche



Ten­go 34 años. Na­cí en Tí­bet y des­de ha­ce cua­tro años vi­vo en Hong Kong. Soy gran maes­tro de me­di­ta­ción zen y de yo­ga ti­be­tano, y mú­si­co. Soy cé­li­be, sin hi­jos. Soy bu­dis­ta, bus­co paz y fe­li­ci­dad, no po­der ni di­ne­ro. Mi can­to so­sie­ga la men­te. La mú­si­ca es el camino a la paz mundial.




VÍC­TOR-M. AME­LA


RO­SER VI­LA­LLON­GA

-¿Có­mo se hi­zo la­ma?

Yo te­nía cin­co años y mi abue­la di­jo: “Es­te ni­ño de­be­ría ir al mo­nas­te­rio”. ¿Y le lle­va­ron? Sí. Me ilu­sio­né, ad­mi­ra­ba a los mon­jes tan­to co­mo mi pa­dre y mi tío, gran­des me­di­ta­do­res. ¿Qué le en­se­ña­ron los mon­jes? A leer y es­cri­bir ti­be­tano, ca­li­gra­fía y pin­tu­ra, me­di­ci­na ti­be­ta­na, ma­te­má­ti­cas, fi­lo­so­fía, de­ba­te... y me­di­ta­ción.
-¿Le gus­ta­ba? No.
¿No? Era un ni­ño y me do­lía el cu­lo de es­tar tan­to ra­to sen­ta­do, in­ten­tan­do me­di­tar..., ¡mien­tras oía las ri­sas y jue­gos de otros cha­va­les fue­ra del mo­nas­te­rio!
-¿Qui­so lar­gar­se al­gu­na vez? ¡Mu­chí­si­mas ve­ces! Es­ta­ba muy fas­ti­dia­do.
Qué sin­ce­ri­dad, se­ñor la­ma. ¡Ja, ja! De ni­ño te­nía un oí­do fi­níííí­si­mo: ¡lo oía to­do!, y, cla­ro, me des­pis­ta­ba con los so­ni­dos del ex­te­rior, era in­ca­paz de me­di­tar.
-¿Si­gue oyen­do tan­to?

¡Diez ve­ces más que tú! Cien­tí­fi­cos de la Uni­ver­si­dad de Ca­li­for­nia me han he­cho
prue­bas: mien­tras me­di­to, soy ca­paz de oír tu res­pi­ra­ción a diez me­tros de dis­tan­cia.

-Al fi­nal apren­dió a me­di­tar, en­ton­ces…

Lle­gó el amor, sí. Re­cuer­do bien el día. Te­nía 11 años.

-¿Me lo ex­pli­ca?

No me gus­ta­ban las cla­ses, no me gus­ta­ba mi maes­tro, le odia­ba, yo es­ta­ba muy en­fa­da­do... Una tar­de fui­mos a me­di­tar mi maes­tro y yo a la mon­ta­ña, y yo es­pe­ra­ba con fas­ti­dio sus in­di­ca­cio­nes. “No ha­re­mos na­da”, di­jo. Em­pe­zó a llo­ver... y yo rom­pí a llo­rar.

-¿Por qué?

Me in­va­dió una sú­bi­ta e in­men­sa fe­li­ci­dad. De pron­to sen­tí la men­te cal­ma, cla­ra y des­pier­ta, ¡una gran paz! ¡To­do es­ta­ba bien!

-¿Así, de re­pen­te?

Sí. ¡Qué re­ga­lo ma­ra­vi­llo­so! Me tras­pa­só un amor que ya nun­ca me ha aban­do­na­do. ¡Has­ta mi odio­so maes­tro me pa­re­cía fan­tás­ti­co! ¡In­clu­so su olor era fra­gan­te! Sa­lió el ar­co iris. Nu­bes por allí, ra­yos de sol por allá... ¡Qué her­mo­so era to­do! Em­pe­cé a can­tar...

-¿A can­tar?

Siem­pre he can­ta­do. Se­guí con mi voz el mo­vi­mien­to de la ra­ma de un ár­bol, la caí­da de una ho­ja...

-¿Qué mi­ra, Akar­pa?

Veo aho­ra por esa ven­ta­na las ra­mas de ese ár­bol y sien­to ha­cia él mu­cha gra­ti­tud...

-Un sen­ci­llo plá­tano de Bar­ce­lo­na.

...por­que me re­cuer­da aquel día y se me po­ne la piel de ga­lli­na: ¿ve có­mo se mue­ven sus ho­jas? Se me­cen con com­pás mu­si­cal, ¡y yo lo oi­go! Al caer una ho­ja tra­za una me­lo­día que yo pue­do can­tar. Mi­ra, es­cu­cha...

-Sue­na hip­nó­ti­co... Y aquel día can­tó...

Mi voz y to­da la na­tu­ra­le­za al­re­de­dor eran un so­lo mo­vi­mien­to, una mis­ma me­lo­día. Me ol­vi­dé de to­do. To­da mi ra­bia, en­fa­do, odio, ¡des­va­ne­ci­dos! Era la fe­li­ci­dad ple­na.

-¿Cuán­to ra­to es­tu­vo así?

No sé, sa­lí del tran­ce cuan­do mi maes­tro me ti­ró una pie­dra a la ca­be­za, ¡ja, ja! Ha­bía ano­che­ci­do. Me ha pa­sa­do otras ve­ces...

-¿El qué?

Po­ner­me a can­tar y no dar­me cuen­ta del tiem­po que pa­sa... Una vez me­di­ta­ba ca­mi­nan­do y can­tan­do, es­ta­ba en una ca­sa pe­que­ña y la gen­te se aso­ma­ba a la ven­ta­na pa­ra ver­me... ¡y así pa­sa­ron ocho ho­ras!

-¡Ocho ho­ras can­tan­do!

Ni me en­te­ré. En el mo­nas­te­rio, al prin­ci­pio, los mon­jes ma­yo­res me to­ma­ban por lo­co al ver­me me­di­tar can­tan­do... Me ha­cían ca­llar. ¡Aho­ra les gus­ta! Y has­ta tie­nen mi mú­si­ca co­mo sin­to­nía de lla­ma­da en el mó­vil.

-¿Los la­mas tie­nen mó­vil?

Cla­ro. Ca­da día es­ta­mos más tec­ni­fi­ca­dos.

-¿Qué es lo que can­ta?

Des­de can­cio­nes tra­di­cio­na­les con man­tras has­ta can­cio­nes que me sa­len de den­tro. Mi mú­si­ca me ayu­da tam­bién en mis cla­ses de zhang-zhung yo­ga.

-¿Qué yo­ga es ese?

El yo­ga más an­ti­guo, ori­gi­na­rio de lo más pro­fun­do de los Hi­ma­la­yas en los tiem­pos más re­mo­tos. Im­pli­ca al cuer­po, al ha­bla y la men­te. La me­di­ta­ción, só­lo a la men­te.

-¿Y qué es un man­tra?

Fra­ses me­ló­di­cas que ayu­dan a re­zar y a me­di­tar. Hay man­tras de mi­les de años, pa­re­ce que los an­ti­guos egip­cios ya los usa­ban... He gra­ba­do un dis­co con mis can­tos que ha ven­di­do ya 800.000 co­pias en Chi­na.

-En­ho­ra­bue­na.

Con mis can­tos la gen­te me­di­ta, re­za, se re­la­ja. Y mu­chos has­ta com­ba­ten el in­som­nio. Se ha com­pro­ba­do que es­tos can­tos so­sie­gan la men­te, se­re­nan el ce­re­bro hu­mano.

-Si le es­cu­cho, ¿se­ré me­jor per­so­na?

Te ayu­da­rá a ser me­jor y más fe­liz, se­gu­ro. ¿Irás a es­cu­char­me?

-Ire

Y sien­do tú me­jor, tu en­torno me­jo­ra­rá. Y si cre­cen los en­tor­nos com­pa­si­vos, ¡el mun­do se­rá me­jor! Si tú me­jo­ras, el mun­do me­jo­ra. Y la mú­si­ca es el ca­mino, la mú­si­ca es el ca­mino de la paz y la fe­li­ci­dad mun­dial.

-A ver có­mo sue­na...

San ye... aram­bo­che yen ba... lam yen aram­bo­cheeeeeeeeee...

La Vanguardia

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